“Iioona Joo, Johannes Ujvary, Thorko, Anna Darvula y Dorottya Szentes son los nombres que recuerdo… ¡Oh no, no! No os molestéis en apuntarlos, teniente, las cinco personas ya han sido juzgadas y condenadas. Iioona Joo fue mi niñera, Johannes Ujvary mi mayordomo, Thorko un leñador del condado, Anna Darvula una doncella que trabajaba para mí. A los cuatro se les decapitó; la bruja, Dorottya Szentes, fue quemada viva. A mí me arrestaron en mi propia casa, fui condenada a una muerte lenta: me emparedaron en mi propio dormitorio; se muraron las puertas y las ventanas, dejando sólo una rendija por la cual me pasaban los alimentos, desperdicios de comida en su mayoría y un poco de agua. Logré sobrevivir gracias a las ratas que merodeaban en mi habitación convertida en prisión, y escapé hasta pasados cuatro años. Os sorprende, lo sé, pues hallaron un cuerpo y dedujeron que era el mío, concluyeron que me había suicidado dejando de comer… pero no, teniente, no era yo. Era una doncella, mi primera víctima tan pronto como salí de mi confinamiento. La vestí con mis ropas y la llevé al castillo, ahí la dejé hasta que un buen día la encontraron bien muerta en mi habitación, y me dieron por muerta a mí. ¿Que porqué no me condenaron a la hoguera? Nací en el seno de una de las mejores familias de Transilvania. Entre mis parientes tenía a un cardenal, a un príncipe, a un primer ministro y al rey de Polonia, cuyos ancestros fueron parientes directos de Vlad Dracul III, príncipe de Valaquia; un castigo tan ejemplar hubiera suscitado la reprobación no sólo respecto a mi familia, sino a los nobles en general. ¿Queréis saber más de mí?… Claro, las leyendas lo tergiversan todo. Las unas me matan en mi habitación, las otras lo hacen cuando se abre mi ataúd y la luz del sol me convierte en cenizas, y algunas otras simplemente dejan mi historia a la fantasía de la gente, asumiendo que es eso, ficción y nada más. Pero tengo una fecha y un lugar de nacimiento, y si eso es históricamente verídico, ¿por qué no habría de serlo el resto?
Nací, como bien sabéis, en 1560… ¿Por qué sonreís? ¿Creéis que miento? Sé que numerosas mujeres han venido a contaros mi historia y han terminado encerradas en manicomios. Pero veréis cómo yo, después de lo que voy a contaros, volveré libre a mi casa en la madrugada, así que lo mismo da si me creéis o no. Nací, decía, en 1560 en Hungría. Recibí una exquisita educación, especialmente para una mujer de esa época; veréis, eran tiempos diferentes. Aprendí latín, alemán y húngaro, mientras que la mayoría de los nobles de la época apenas si sabían leer o escribir. A los quince años me casaron con el conde Ferencz Nadasdy, un gran guerrero conocido como “El héroe negro de Hungría”; su apellido desapareció, pues contrario a la tradición, conservé el mío y mi marido lo sumó al suyo por ser más poderoso. Nos fuimos a vivir a Csejthe, un solitario castillo en Nyitra, en las cimas de los Cárpatos.
Mi marido no tardó en ser reclamado en una batalla contra los turcos, y así, estuvo ausente la mayor parte de nuestro matrimonio. Al principio lo esperaba, y cuando regresaba lo recibía regocijada. Pero siempre que volvía era como si yo no existiese; despechada por su indiferencia, me hice de un amante, un joven noble de las inmediaciones, un hermoso muchacho de piel pálida y negros rizos al que la gente conocía como “El vampiro” dado su extraño aspecto. Aburrida por el aislamiento al que Ferencz me tenía sometida, llamé a la corte a una gran cantidad de brujos, hechiceros y alquimistas. Mi niñera, Iioona Joo, fue quien primero me habló de las prácticas esotéricas y ocultistas, y sí, fue gracias a ella que me interesé por dichos temas, pero las ideas de mi amante también influyeron en mi decisión y, tan pronto como me fue posible, me rodeé tan solo de esa siniestra gente.
Pero fue mi vieja niñera, con ayuda de Thorko y los recién llegados, quien me habló del elixir rojo que cambiaría mi vida para siempre; me hablaron de la sangre y su maravilloso poder no sólo para las prácticas de la magia negra, sino para algo que comenzó a interesarme más con el evidente paso del tiempo: mantener suave y lozana la piel. Al principio intenté deshacerme de esas ideas, pues en el fondo me atemorizaban, pero cuando Ferencz murió y el aliento hediondo de la muerte rozó mi vida, y tras haber parido cuatro hijos, decidí poner en práctica las sugerencias de mi niñera. Al poco tiempo, teniente, maté, por una eventualidad de la suerte, a mi primera víctima. Fue en una noche de otoño: una de mis criadas jaló mi cabello mientras lo cepillaba, enfurecida, la castigué por su estupidez propinándole severos golpes al punto de hacerla sangrar. El rojo, espeso y tibio líquido cayó en una de mis manos, y no puedo explicaros el placer que sentí al notar una frescura y una suavidad indescriptibles en mi piel. Llegué a la conclusión de que mi niñera, Thorko y el resto estaban en lo cierto, la sangre en verdad rejuvenecía los tejidos. ¡Había descubierto el secreto para la vida eterna! Mandé entonces a que cortasen las venas de mi sirvienta y depositasen toda la sangre en mi bañera, acto seguido, tuve mi primer baño de sangre. Y el verdadero período de atrocidades comenzó.
Empecé a recorrer los Cárpatos en busca de doncellas; les prometía un buen empleo en el castillo y, si no cedían, las tomaba por la fuerza. Ya de regreso en Csejthe mis servidores las encadenaban y acuchillaban en los fríos y húmedos calabozos y las desangraban hasta que llenaban mi bañera. Entonces me metía en ella a disfrutar del tibio contacto de la sangre. Además, para que el áspero roce de las toallas no frenase el poder de mi maravilloso elixir, ordenaba a mis sirvientas que lamiesen mi piel. Mi carruaje negro, con mi heráldica grabada en las portezuelas, comenzó a aterrar a los campesinos, pues a él subían bellas jovencitas que entraban al castillo del que no volverían a salir.
Aún recuerdo a un par de doncellas, eran las más bellas, las más sanas, las de mejor aspecto; altas, resistentes y hermosas vírgenes a las cuales encerré recelosamente en los calabozos durante años, pues eran ellas quienes me proporcionaban las pequeñas cantidades de sangre que bebía… sólo esas gotas preciosas, y no otras.
Mientras tanto, los huesos de los cadáveres estaban siendo aprovechados por los brujos y los hechiceros que de tiempo ha se habían instalado en la corte de Csejthe. Los restos eran sepultados en las inmediaciones del castillo. Pasados los años, por desidia, empezamos a arrojarlos al campo para que las alimañas se encargasen de ellos. Gracias a los estridentes gritos que escapaban del castillo, entre los aldeanos comenzaron a correr rumores de que Csejthe estaba maldito; pero fueron los cadáveres abandonados en las inmediaciones los que llevaron a los aldeanos a afirmar que Csejthe era una residencia de vampiros. Cansados de los gritos estremecedores que escapaban del lugar y de las decenas de cuerpos que se encontraban por los campos, los aldeanos armaron una revuelta y fueron a quejarse ante el rey, quien, después de largas vacilaciones, envió una tropa de soldados al mando de mi primo, Cuyorgy Thurzo, a investigar lo que sucedía.
Mi primo, en compañía de sus hombres armados, se presentó en Csejthe sin previo aviso. Encontró los desastres de la noche anterior: los muros ensangrentados, el aroma a muerte impregnando el lugar, un bello cadáver mutilado en el piso y dos niñas en agonía; también vio a mi Virgen de Hierro, una hermosa dama metálica del tamaño de una criatura humana cuyo abrazo resultaba mortal al perforar a su víctima con los miles de clavos que cubrían su cuerpo todo; la jaula en la que colgaba a las jóvenes para que se desangrasen y llenasen mi bañera, los instrumentos de tortura, las vasijas llenas de sangre, las celdas donde aguardaban un par de muchachas a ser desangradas, y a mí, vistiendo aún un vestido blanco que en el transcurso de la noche se había vuelto rojo. Los soldados del rey no sólo encontraron los cuerpos torturados, los cadáveres y las mujeres agonizantes en los calabozos de Csejthe, sino otros ochenta cadáveres en los alrededores del castillo. Así que no pude, como veis, negar las acusaciones, después de todo aquello era mi derecho de mujer noble y de alto rango.
Y volvemos de regreso al principio, teniente, fuimos arrestados, enjuiciados y condenados.”
El teniente, un hombre de color, con los brazos cruzados, mira pacientemente a la mujer vestida toda de blanco, sentada con la espalda bien erguida; las blancas manos, esposadas, cruzadas delicadamente sobre sus muslos; y sus azules ojos mirando al piso.
La habitación está a oscuras, en el centro de ésta hay una mesa con dos sillas, una frente a la otra. De espaldas a la puerta, el teniente ocupa uno de los asientos, frente a él, la mujer de rostro pálido ocupa, majestuosamente, la otra silla. Una tercera persona se encuentra en la habitación, recargada en la pared del lado izquierdo, se limita a escuchar a la mujer
–Enciende la luz –dice el teniente a su compañero, quien estira el brazo izquierdo y oprime el apagador. Una luz blanca ilumina entonces la estancia. La mujer entrecierra los ojos y se queja con alaridos sobrenaturales mientras se cubre el rostro. Ambos hombres se confunden, el de color indica con un gesto al otro que apague la luz, quien así lo hace al instante.
Entre la penumbra de nuevo, el teniente acerca el micrófono que trae en su corbata hacia sus labios y ordena que le traigan un par de velas y cerillas. Unos momentos después, la puerta, cerrada con llave, se abre y entra un policía, quien entrega las velas al hombre recargado en la pared, quien, a su vez, las prende y las deja una a cada lado de la mesa.
–¿Mejor? –pregunta el teniente a la mujer. Ésta alza la azul mirada y sonríe agradecida, dejando entrever dos largos caninos.
El hombre de color oculta su estremecimiento reacomodándose en la silla.
–Bien –dice mientras revuelve algunos papales que hay sobre la mesa–. Su nombre lo tenemos… supuestamente –su tono es más bien sarcástico–. Algunas supuestas fechas… 1560, 1575, 1614… Estuvo casada, tuvo cuatro hijos… Sí, señora, todo esto nos lo han dicho cientos de mujeres ociosas. Pero permítame decirle que nuestra institución lleva operando cientos de años, y no hemos de dejarnos engañar por un excelente maquillaje y una muy bien aprendida historia.
La mujer alza los azules ojos y mira sorprendida al teniente, quien, a su vez, la mira impávido.
–Muy bien… –dice por fin el teniente tras unos minutos de silencio– Como le dije, esta institución lleva cientos de años realizando un trabajo intachable. Nuestras investigaciones nos han llevado más lejos de lo que jamás habríamos imaginado. Si su historia y su… vida son verídicas, debe proporcionarnos datos tras los que hemos estado los últimos cuatrocientos años…
El teniente se recarga sobre la mesa. La mujer espera.
–Tuvo cuatro hijos, ¿cierto? –pregunta el teniente.
La mujer asiente.
–Y bien, ¿dónde están?
–De tiempo ha que murieron…
–Menos uno, ¿no es así?
La mujer no contesta, sólo alza los hombros. El teniente cruza los brazos y se recarga en el asiento mientras exhala un profundo suspiro.
–¿Dónde está su hijo? –pregunta acto seguido. La mujer voltea las azules pupilas y lo que dice:
–¡A fe mía que no lo sé!
El teniente golpea con un puño la superficie de la mesa y alza la voz.
–¡Sí, sí lo sabe! ¡Nosotros sabemos que, efectivamente, sus hijos murieron, menos el menor de los cuatro, y lo sabemos de cierto, porque él mismo nos lo ha hecho saber así, dejando numerosos papeles con unas iniciales que suponemos son las suyas!
El teniente lanza hacia la mujer una hoja, en cuya esquina inferior derecha hay unas iniciales elegantemente escritas que dicen “Conde M. N. B.” Cuando la mujer las lee, sonríe, dejando ver de nuevo su extraña dentadura.
–No hay duda –dice–, es él.
El teniente se serena, suspira de nuevo y con la voz de nuevo calmada, pregunta:
–¿Qué fue lo último que supo de él?
La mujer alza la mirada, pero no mira al teniente, observa la nada con una extraña sonrisa y, por fin, con una voz que parece del otro mundo, contesta:
–Se enamoró.
El teniente alza las cejas sorprendido.
–¿Se enamoró? –pregunta incrédulo.
La mujer asiente.
–¿De quién? –pregunta el hombre– Dígame, ¿cómo fue?
Un prolongado silencio invade la habitación, la luz de las velas titila, y las luces y las sombras juegan en los rostros de los presentes, especialmente en el de la mujer, cuya piel se tornasola. Después de unos instantes, su voz estentórea por fin responde a las preguntas.
Continuará…
Foto: José Jiménez
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