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Confesiones de amor y muerte –2da parte–

–Su nombre era Germaine… –dice. Su voz se ha tornado melancólica–. Germaine Ducham-Villon…

            El teniente hace unas señas a su compañero, quien saca del bolsillo de su saco una pequeña grabadora y la enciende. El otro, por su parte, procede a escribir sólo los datos que le parecen importantes, nombres, fechas y lugares en su mayoría.

            –Germaine Ducham-Villon… –repite la mujer casi para sus adentros– Su llanto, su desesperación, pero sobre todo sus súplicas de muerte, ese deseo de morir pronto fue lo que sacó a mi hijo del Este y lo trajo a Occidente. Dejó Nyitra, los Cárpatos y la borrascosa tierra que lo vio nacer y se fue a Francia. Corría el año de 1814. Cuando llegó a París, los Aliados acababan de restaurar a los Borbón en el trono, y Luis XVIII llevaba poco más o poco menos de cuatro meses reinando. Napoleón estaba exiliado en Elba y Luis XVIII reinaba con el apoyo de pocos, pero de los grandes.

            “Llegó a Francia en el húmedo mes de julio, arribando a un París corrompido por los placeres de la carne y controlado por la irreligiosidad. Era un siglo perverso en el que todos los principios se hallaban envenenados. La sociedad parisiense se hallaba envuelta en sutiles velos de codicia y envidia, todo esto a pesar de la nueva constitución, en la cual Luis XVIII había prometido tantas cosas que quedaron sólo allí, en el papel, pues nunca fueron llevadas a la práctica.

            Mi hijo llegó a una Francia que despertaba a la ciencia. Una porción del pueblo, sin embargo, todavía seguía acogiéndose a los zodiacos y a las magias; incluso entre nobles y ricohombres había quienes gozaban de gran prestigio como alquimistas, buscando lo que sólo algunos poseemos: la inmortalidad.

            Francia vivía una transición. El Antiguo Régimen estaba debilitándose. En todas las bocas se escuchaban cosas como la libertad, los regímenes liberales y democráticos y el constitucionalismo.

            A ese París llegó, a esa ciudad llena de vida y de gente diferente a la que había conocido en toda su vida. Deambuló varias noches por la agitada ciudad. Visitó elegantes restaurantes, los teatros y las óperas, y poco a poco se fue introduciendo en el círculo de los grandes y poderosos de Francia.

            Fue a principios de agosto de 1814 cuando la vio por primera vez. La encontró en la calle del brazo de su madre. Era de noche, por ello Germaine y su madre caminaban a paso presuroso seguidas de su mayordomo; mas a mi hijo le bastó ese momento para darse cuenta que era ella quien, con sus súplicas de muerte, le había llevado a Francia. Las siguió de cerca, nunca se percataron de su presencia, doblaron en una calle a la derecha y se metieron justo en la casa de la esquina. 

Mi hijo volvió la noche siguiente, escaló las paredes de la casa de Germaine hasta encontrar su habitación; se detuvo en su ventana, aguzó la vista y logró verla sentada frente a un espejo; lloraba, Germaine lloraba con el rostro escondido entre sus manos. La escena que mi hijo presenció lo embelesó: allí estaba ella, con peculiares rizos rojos cayéndole en la espalda, con su menudo cuerpo encorvado sobre el peinador, la luz de las velas era tenue, justo como nos agrada… pero no se entretuvo más tiempo y se alejó de allí, y esa misma noche averiguó su nombre y el de su familia. Supo, en efecto, que se llamaba Germaine y que era hija de un importante general del ejército realista, un dicho Ducham-Villon, y supo, también, que estaba comprometida con Françoise Renè D’Esponda, el primogénito del procurador del rey. 

Esa noche mi hijo hizo que abrieran una florería, ofreciéndole al dueño bastante dinero; el dueño, ante las valiosas monedas, accedió, advirtiendo que las flores no estaban frescas.

            –Las que lleguen mañana entonces –replicó mi hijo–.  Llevad un hermoso arreglo, el que mejor os parezca a la casa de los Ducham-Villon. Mañana, a primera hora.

            Su encargo fue cumplido y, al día siguiente, un enorme bouquet llegaba a casa de Germaine. En la tarjeta mi hijo sólo escribió las iniciales que conocéis, “Conde M. N. B.” Y sin duda fue la madre de Germaine quien mayor regocijo tuvo ante el misterioso remitente.

            –¡Un conde, Germaine! –dijo con una enorme sonrisa dibujada en el rostro.

            Germaine también se alegró, después de todo, para ella cualquier hombre era mejor que su prometido, pero su anciano padre replicó:

            –No creo que a D’Esponda le simpatice que su prometida esté siendo cortejada por alguien más. ¡Marie, ven niña, ven! – dijo a una criada–. Llévate las flores de aquí, deshazte de ellas como puedas.

            Esa misma noche mi hijo volvió a la florería y despertó al dueño en la madrugada, le ofreció aún más dinero que la noche anterior y le dejó pagada una semana, de modo que llegara a diario un ostentoso arreglo floral a Germaine. Con cada bouquet, enviaba hermosas palabras dirigidas a su destinatario.

            Dos días seguidos el padre de Germaine tiró a la basura los presentes de mi hijo, pero el resto fue conservado gracias a la intervención de la madre, quien se hallaba asaz entusiasmada.

            –Françoise es sólo hijo del procurador. Pero éste, ¡éste es un conde!, entraremos a la nobleza si Germaine se…

            –La nobleza, querida, –interrumpió su marido– decae día con día. Mañana los burgueses lo controlarán todo… 

            –¡Pero qué cosas dices! Ayer peleaste por Su Majestad y hoy lo condenas a la ruina. ¡Mañana ya quiero ver si serás bonapartista!  

            Germaine observaba callada. Guardaba todas las misivas de mi hijo y las releía en las noches. Sus palabras, llenas de pasión, la embelesaban. A veces, incluso, le bastaba con leer “Conde M. N. B.” No sabía quién era, y ¡oh!, ¿quién era aquel conde que con simples palabras escritas le robaba el aliento?

En ocasiones mi hijo la sorprendió oliendo el papel donde le escribía… Olía a él… y Françoise olía sólo a niño de teta, pero esos papeles, esos papeles en los que mi hijo escribía, exudaban un aroma que a Germaine volvía loca. Pese a todo, Germaine seguía implorando la muerte, pues sus casorios con Françoise se acercaban día con día. 

            Así llegó la mitad de agosto, y la madre de Germaine, observando la desdicha en los ojos de su hija al hablar de sus desposorios y el rubor en sus mejillas al hablar del conde, corrió un día al florista para intentar contactar al misterioso “Conde M. N. B.”

            –Os digo, madame –insistió el dueño del local–, que ni yo sé de quién se trata, viene sólo en las noches y me paga los arreglos de toda la semana, probablemente el lunes venga.

            –Pues decidle –dijo la señora encolerizada– que será un honor para nosotros recibirle. ¡Me urge, escuchad, me urge verle antes de que acabe la semana!

            La madre de Germaine salió de la florería azotando la puerta. Dos días después mi hijo se presentó en el lugar y el florista se encargó de darle el recado. Lo que hizo entonces mi hijo fue mandar una tarjeta más extensa, excusándose y pidiéndole a la madre de Germaine le participara del por qué le urgía verlo.

            El bouquet y la misiva llegaron el lunes en la mañana a casa de los Ducham-Villon, y la madre de Germaine acudió inmediatamente al florista y le dejó una tarjeta, era la invitación para la fiesta de compromiso de su hija, invitación que mi hijo recibiría hasta ocho días después. Pero ese viernes se enteraría de todo y un poco más. Ese viernes, las vidas de mi hijo y Germaine cambiarían por completo.

            Mi hijo compró una casa en París, una casa abandonada y descuidada que no se preocupó por arreglar. Sólo acondicionó el ala oeste, la cual decoró suntuosamente. Y precisamente la noche del viernes, mi hijo, extrañamente, se encontraba en su casa inusualmente aburrido, cogió un libro y se sentó en el único sillón que tenía; comenzó a hojear el manuscrito, incluso el contenido le aburría. Mi hijo no podía creer que ayer todo le apasionaba, cada estrella, cada humano y cada uno de sus movimientos se transformaban en un mundo de colores y texturas embelesando sus sentidos, pero esa noche, algo le había arrastrado a casa muy temprano. 

Ese mismo viernes, decenas de pelucas perfumadas y rostros polveados conversaban y reían en casa de los Ducham-Villon. Germaine observaba con sus verdes ojos a su padre, quien, ataviado con su uniforme del ejército y luciendo sus numerosas insignias, conversaba alegremente con el procurador del Rey. Su madre, por su parte, estrujaba entre sus largas manos un pañuelo mientras miraba hacia la calle, esperaba lo mismo que ella: ver llegar al misterioso conde que hacía temblar las simientes de su mundo. Pero nunca llegó. El florista no podía contactar a mi hijo y él no pensaba acudir al florista sino hasta el siguiente lunes. No, el misterioso conde jamás llegaría.

            Germaine estaba sofocada. No soportaba las caras sonrientes como bufones que le deseaban bienaventuranzas, no soportaba sus abrazos y sus palabras, no soportaba mirar a Françoise y encontrar en él un rostro desganado y afilado, de ojos cóncavos y sonrisas desanimadas. No soportaba las palabras que le dirigía mientras la miraba de esa forma sosa y enamorada, mientras que las frases que le dirigía el conde en sus misivas retumbaban en sus oídos como el sonido de un gongo, hacían sudar sus manos y revolotear mariposas en su estómago; su prometido, entre tanto, sólo le causaba repulsión.  

Germaine decidió entonces salir de su casa. Nadie lo notó, era su fiesta y nadie notó su huida. Salió a la oscura calle, estaba lloviznando. Corrió a través de las callejas exponiéndose a que algún villano le hiciera daño, mas para ella cualquier cosa era mejor que continuar en aquella hipócrita fiesta. Continuó caminando hacia la nada, la lluvia había incrementado. Apenas podía cargar con su vestido color uva que le pesaba pues se encontraba bastante mojado… y allá en lontananza, distinguió una casa abandonada, ahí se refugiaría, nadie la encontraría ahí en lo que encontraba la forma de huir de París. 

            Corrió hacia la casa y, una vez allí, forzó el cerrojo algo oxidado y entró. La casa estaba vacía, oscura y sucia, pero era mejor que los húmedos exteriores. Con la respiración agitada y con un nudo en la garganta, no pudo más, y rompió a llorar.  

            –¡¿Por qué?! –gritó– ¡¿Por qué yo, Dios mío?! ¡Yo… yo entre tantas! Por favor, Señor, auxiliad a esta hija que hacéis sufrir en la tierra…

            Entonces mi hijo la escuchó, reconoció los sollozos que le habían sacado de su tierra. Era ella, Germaine en sus dominios. Mi hijo salió de la estancia en que se encontraba y caminó hacia las escaleras. Todo estaba muy oscuro y el sonido de la lluvia opacaba todos los demás. Caminó sigilosamente, bajó las escaleras casi sin rozar el suelo y se ocultó. Germaine estaba sentada en el piso junto a la puerta; tenía las piernas recogidas y jalaba sus rojos cabellos cual si loca estuviese. Mi hijo la miró llorar largo rato hasta que algo en su lozana piel, en su carne, en su tibia sangre le llamó. Se lamió los labios y la observó. Lanzó un gemido, y fue entonces cuando Germaine logró percatarse de su presencia, alzó la vista y lo vio allí, escondido entre las sombras.

            –Lo siento, monsieur –se excusó poniéndose de pie rápidamente y enjugándose las lágrimas–. Creí que la casa estaba abandonada… yo… yo le juro que jamás osaría… 

            –Lo sé, Germaine –la interrumpió. Su voz la estremeció. Era una voz con la que Germaine había estado soñando. Abrió mucho los ojos, pues se sorprendió de que supiera su nombre.

            –¿Cómo sabéis quién soy? –preguntó.

–Conozco a todos en París –contestó, acercándose a ella.

            Cuando la luz blanca de la luna que se infiltraba por las ventanas lo iluminó, Germaine descubrió que esa voz grave de hombre maduro pertenecía sólo a un rapaz.

            –Sois muy joven… –dijo sorprendida. Él sonrío, y ¡qué sonrisa! Germaine pudo sentir su piel erizarse. Nunca, en sus veinte años había visto mejor sonrisa–. Monsieur –dijo Germaine inmediatamente para ocultar su espasmo– ha sido un placer, pero no quiero importunaros. Siento haber entrado sin…

            Estaba pronta a darse la vuelta y marcharse, pero mi hijo la cogió por un brazo y la detuvo. Se acercó a ella y la miró. Germaine fue incapaz de pensar, una oleada de emociones la invadió en ese momento, los ojos índigo de mi hijo le ofuscaron el cerebro y su mirada detuvo su respiración.

            Mi hijo comenzó a estrujarle el brazo con más fuerza. Ella estaba absorta, hasta que comenzó a sentir dolor.

            –Me lastimáis… –dijo al fin con el poco aliento que tenía.

            Y la soltó. Mi hijo se excusó, se excusó como pudo, a punto estuvo de ponerse de hinojos.

            –Ojalá todos fuesen la mitad de caballero de lo que sois vos –dijo Germaine con todo el aplomo que le fue posible; pensando en esa escena y en su prometido, no pudo evitarlo y se echó a llorar de nuevo–. Lo siento… lo siento… –decía, pero no podía parar. Entonces mi hijo la abrazó y Germaine pudo sentir en torno a sí sus fuertes brazos, tan diferentes a las enclenques extremidades de Françoise.  La aferró a él y ella enjugó sus lágrimas en su regazo–. Lo siento, monsieur, en verdad lo siento. Estoy muy avergonzada… –dijo Germaine separándose de aquel cuerpo que la estaba condenado, literalmente, al infierno.

            –Podríais contármelo –dijo mi hijo–. Las penas compartidas son menos dolorosas.

            –No –contestó ella–, no quiero quitaros más tiempo…

            –No me quitáis el tiempo. Tengo todo el tiempo del mundo. Literalmente.

            –Es sólo que… no creo que sea…

            –¿Conveniente? –la interrumpió.

            –Pues… sí, es un asunto muy privado…

            –Os casáis –aseguró mi hijo.

            Germaine lo miró sorprendida.

            –¿Cómo lo sabéis? –preguntó, olvidando que deseaba irse.

            –Ya os dije que conozco a todos en París.

Calumnias. Mi hijo podía leer sus pensamientos.

            –Pues sí… me caso… 

Y Germaine rompió a llorar de nuevo.

            –No lloréis más, mademoiselle… 

            –Es que no entendéis… –gritó Germaine– Yo no le amo, ni siquiera me simpatiza. Mi padre me obliga por fines que desconozco… Hoy es mi fiesta de compromiso, y salí corriendo porque no soporto que me feliciten por algo que no me causa la menor felicidad… ¡Oh, Dios! Pero ¿qué estoy diciendo? Probablemente conocéis a mi prometido…

            –¿Cómo puedo conocerle si no fui invitado a vuestra fiesta?

            –Conocéis a todos en París.

            Mi hijo rió a voz en cuello ante aquella afirmación.

            –Conozco a muchos, sí, pero no a Françoise Renè d’Esponda. Quiero decir, no en persona.

            –¡Qué mejor! –dijo ella– Es decir, no es una mala persona, simplemente, no imagino el resto de mis días con él… 

            –Es un buen partido.

            –¡¿Un buen partido?!… ¡¿El hijo del procurador del Rey?! En todo caso los hay mejores…

            –¿Conocéis a alguien mejor? –preguntó mirándola de aquella manera que Germaine no resistía.

            –Bueno… no le conozco precisamente –contestó ella bajando la mirada–. Es decir, me corteja ¿sabéis? Me manda flores diario.

            –¿Por qué no desposáis con él?

            –No le conozco –dijo Germaine con la cabeza gacha–, y sin embargo…

            Los ojos verdes de Germaine se perdieron, y mi hijo adivinó de nuevo sus pensamientos.

            –Mademoiselle –dijo mientras le tomaba las manos–, ¿será posible que amáis ciegamente?

            Germaine se retiró con prontitud y le dio la espalda. Se dio cuenta de que estaba confiando en un desconocido cuyas manos estaban inusualmente frías.

            –No platiquéis nada de esto con mis padres si les conocéis –dijo acto seguido–. Soy una tonta por confiaros cosas que no os interesan.

            Caminó presurosa hacia la puerta, y en una fracción de segundo mi hijo se interpuso entre ella y la puerta. 

            –Contestadme, por favor –suplicó–. ¿Amáis al hombre que os pretende?

            –¡Monsieur! –gritó ella indignada.

            –Miradme, Germaine –dijo mientras le acariciaba el rostro. Germaine lo miró como se lo pidió. Lo tenía tan cerca, podía sentir y escuchar su respiración. Él, por su parte, escuchaba el latir de su corazón y el suave correr de la sangre por sus venas. Después miró sus labios, se acercó a ellos y los rozó con los suyos. Germaine sintió de nuevo esa particular frialdad de su piel en la suya tan tibia. Bruscamente, él la apartó de sí.

            –Idos, Germaine –rogó repentinamente.

            Entonces Germaine lo supo. Se acercó de nuevo a él y le susurró:    

            –Sois vos… el conde ¿verdad?

            –El conde, sí, y algo más… ¡Idos antes de que ocurra una tragedia!  

Mi hijo se alejó corriendo escaleras arriba. Germaine lo siguió, pero no pudo abrir la puerta de la estancia en dónde se ocultó.

            Pero Germaine no volvió a su casa esa noche. No quería regresar inevitablemente a los brazos de Françoise cuando había sido estrujada entre los brazos de un hombre que sin duda era el Conde M. N. B. Ella amaba las misivas del misterioso conde; y ahora amaba ese rostro y ese cuerpo que abrasaba su piel.

La sed despertó a mi hijo la noche siguiente. Tamaña sorpresa se llevó cuando descubrió a Germaine durmiendo ahí, en el frío piso de mármol al pie de las escaleras. Entonces ella se despertó, y mi hijo le dijo:

            –Esperadme aquí, amada Germaine. Os traeré una muda y comida.

            Y salió. Estuvo fuera un par de horas, cuando regresó, su aspecto sin duda era diferente, más humano. Traía consigo varios vestidos que había robado en las mejores casas; le ofreció también comida, comida que, por su puesto, también había robado.

            Ella cenó con prontitud, no había comido en todo un día. 

Hubo momentos de silencio durante los cuales se miraron, pero Germaine no pudo más con su incertidumbre y comenzó a atestarlo de preguntas.

            –Decidme vuestro nombre… os lo suplico. ¿Quién sois?… ¿Por qué dormís todo el día y vivís de noche?… ¡Vuestro nombre, por Dios!…

            –Marius Niculae… –contestó mi hijo con esa voz grave que le caracteriza, y orgulloso, añadió–: Conde de Nyitra. 

Entonces se acercó más a ella y la tomó por el talle atrayéndola a él. De una forma extraña, Germaine tenía miedo, pero en la misma medida se sentía atraída por él. Su pecho subía y bajaba, tenía la respiración agitada. Cerró los ojos, quería sentir de nuevo esos fríos labios sobre los suyos, pero mi hijo la soltó y la apartó de él, diciéndole:

            –El bien y el mal nos separan en esta vida y lo harán en la otra. Voy a llevaros a vuestra casa.

            –¡No! –chilló Germaine– Quiero quedarme aquí, con vos –Germaine no quería moverse de allí. Había encontrado a ese hombre por fin, lo tenía enfrente, lo amaba sin cuestionamientos, ¿por qué quería dejarla ir?

            –No, Germaine. No sabéis lo que decís… –dijo mi hijo alejándose de ella. 

            –¡Lo quiero así! –replicó Germaine– ¿Por qué me habéis mandado tantas flores, por qué tanta insistencia si ibais a dejarme ir?

            –No pensé teneros tan cerca. Mi madre me advirtió que vivir entre vosotros me llevaría a la locura por amarles, por querer poseerles y dudar al escoger entre vuestras vidas y nuestros placeres. Pero aún así lo hice, he vivido entre vosotros y les he amado, los he visto y los he poseído… pero vos… ¡me llevaréis a la ruina!…

            Sí, le advertí varias veces los peligros que suponían vivir como un humano entre humanos, pero nunca me escuchó, y ahora ahí estaba, enamorado hasta los huesos.

Germaine no dijo nada y se acercó de nuevo a él. Miró su rostro con detenimiento, su pálido rostro… Con su mano trémula rozó sus fríos labios entreabriéndolos, dejando al descubierto dos extraños caninos…”

            –Es nuestro vampiro, sin duda… –interrumpe el teniente. La mujer frunce el ceño, ofendida por la interrupción–. Dice usted que tenía el rostro inusualmente pálido, la piel fría y los caninos… Se ha encontrado con el florista sólo en las noches, lo mismo que con la dicha Germaine. No hay duda de que es nuestro vampiro. Y las iniciales casi coinciden…

–¿Me permitiréis terminar? –pregunta la mujer con una voz que hace temblar las cimientes de la habitación.

–Por su puesto. Continúe por favor…

Continuará…

Foto: José Jiménez

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