–Dado que las extrañas peculiaridades de mi hijo no atemorizaron a Germaine, se sintió doblemente atraído por ella, se le acercó lentamente y la besó… y Germaine fue incapaz de pensar. A partir de esa noche todo cambió. Mi hijo le contó todo, le habló de su infancia, de su padre y, por su puesto, de mí. Germaine procedió entonces a contarle acerca de ella. Y esa misma noche, en los albores del alba, decidieron matar a Françoise.
“Mi hijo entró sin dificultad hasta la misma habitación del prometido de su amada y le encontró llorando frente a un retrato de Germaine. Françoise se puso de hinojos ante mi hijo suplicando por su vida, pero ¿qué vampiro, teniente, tiene piedad de sus víctimas? Mi hijo le encajó los afilados caninos en el cuello y le desgarró la piel, bebiendo hasta el último sorbo de sangre.
Con Françoise muerto, Germaine y él acordaron que ella volvería a su casa, pues vivir con mi hijo suponía peligros para su salud, pero aún en su casa ella ya no podría llevar una vida normal.
Mi hijo la visitaba todas las noches. En la recámara de Germaine, a solas, a la luz de las velas, hablaban de esto y de esto otro. Frecuentemente mi hijo se alejaba hasta el otro extremo de la habitación, argumentando que la suave piel de su amada y su tibia sangre lo volvían loco. ¡Y a ella cómo le gustaba volverlo loco! ¡Cómo le gustaba acercarse a él y estremecer sus entrañas! Le gustaba que mi hijo temblara ante su sola presencia, le gustaba a ella temblar ante el roce de las frías manos de mi Marius. Se deseaban, se reclamaban el uno al otro, pero claro, ella estaba viva, ¿y él? ¿Cómo podrían entonces…? Y a Germaine se le ocurrió una grandiosa y estúpida idea.
–Convertidme, Marius –dijo una noche a su oído. Él volteó a verla con esa mirada que la enardecía, frunció el ceño y a ella no le gustaron sus palabras.
–La existencia eterna no es tolerable. No quiero condenaros a vagar para siempre por este mundo. Tampoco deseo condenaros a los infiernos.
¡En verdad la amaba, teniente, ni siquiera yo puedo creerlo! Aquel chico de Nyitra, aquel al que nunca prestaron demasiada atención en Csejhte pero que era bien acechado en la provincia por las chicas, perseguido por decenas de jovencitas que amaban su bien formado cuerpo y su hermoso rostro; amaban al más callado y más joven cazador de los hijos de los condes que galopaba gallardo en su caballo azabache; amaban su sonrisa infantil, sus rizos de ébano y sus ojos índigo; amaban que las desairase y que la siguiente noche las buscase para satisfacer sus placeres. Sí, aquel vampiro solitario cuyas presas eran ahora puramente humanas la amaba en verdad, no a una húngara, no a una de su especie, sino a ella, a Germaine Ducham-Villon. Mi hijo, que era todopoderoso, sucumbió ante una mirada, ante una sonrisa. La amaba y por ello no quería convertirla.
A mi hijo nunca le gustó la idea de vivir eternamente, vagando entre los mundos, condenado, ni vivo ni muerto, pero fue la única manera que tuve para salvarlo de una muerte segura. La peste atacó Nyitra, y mi hijo fue contagiado en una de sus muchas visitas a las aldeanas. La fiebre y los malestares respiratorios lo despertaban todas las noches, y yo sólo podía observar su sufrimiento, escuchar sus gritos de agonía, observar su piel, pálida y apergaminada, ya pegada a los huesos; sus rizos negros que parecían parcas pelusas en su cabeza; y sus ojos índigo que me miraban detrás de una cortina blancuzca. Marius, por su extraña y descarada conducta, era mi hijo predilecto y no iba a dejarlo morir, entonces no tuve otra opción que convertirlo. Mi hijo amaba a Germaine y no la condenaría, y ella no cuestionó su decisión.
Así, pasó el tiempo, y las visitas del médico no se hicieron esperar en la casa del general Ducham-Villon. Germaine comenzó a verse algo enferma. Al principio el médico aseguró que podría estar deprimida dada la muerte de Françoise, mas conforme los meses fueron pasando, le diagnosticó sonambulismo.
Pese a todo, Germaine fue comprometida de nuevo. Pero su prometido murió víctima de una mordedura en el cuello y desangrado, justo como había muerto el primogénito del procurador del Rey. Nadie quiso comprometerse con ella desde entonces. La señora Ducham-Villon esperó enloquecida al “Conde M. N. B”, mientras que a Germaine le diagnosticaron esta vez vampirismo. Pero no, teniente, Germaine no sufría vampirismo, ni sonambulismo, estaba enferma de amor, enferma de mi Marius, quien la hacía suspirar de amor y soltar más de un jadeo en una noche.
Con él río, lloró, vivió y murió. Dejó de salir a la calle. Dejó de tolerar la luz del sol. Olvidó los amaneceres y los ocasos. La noche se convirtió en su nueva vida.
Y entonces murieron. Los padres de Germaine murieron bajo el beso mortal de mi hijo. Familiares y amigos la visitaron, y ella los recibió esporádicamente, por ello, dejaron de frecuentarla. Se ausentó de la vida social parisina durante diez años, lo mismo que Marius. Y entonces decidieron viajar a Nyitra y se instalaron en Csejthe. Los aldeanos se sorprendieron. Tras mi fatídica muerte, Csejthe había estado abandonado durante décadas, ahora un heredero de los últimos condes había sobrevivido y había regresado con una hermosa esposa francesa.
Los nuevos condes ofrecieron numerosas recepciones en el castillo, la mayoría de ellas mascaradas, y la nobleza aledaña estaba contenta con los jóvenes condes de Nyitra; los aldeanos, en cambio, se sintieron amenazados de que dos extrañas criaturas habitasen de nuevo el castillo maldito. Y es que a los condes no se les veía durante el día, ni la servidumbre del castillo sabía de ellos hasta que el sol se ocultaba; era la condesa quien salía un par de veces a la semana para ordenar lo que fuese necesario. Pero era imposible coincidir con los condes, a quienes sólo se les veía en las noches, entregándose a extraños placeres en su romance con la muerte. Hasta que, como va dicho, diez años después de haberse conocido y de vivir una vida envilecida entre los Cárpatos, decidieron desafiar las leyes del ocultismo y regresaron a Francia.
–¡Los condes Marius y Germaine de Nyitra!
Recuerdo esa noche. Recuerdo al lacayo pronunciar sus nombres y recuerdo las caras francesas verlos con estupor. El rostro lustroso de mi hijo iluminaba los ojos de los presentes; la palidez opaca de Germaine y las ojeras alrededor de sus ojos verdes sobresaltaron a sus antiguos conocidos. ¿Dónde había estado? ¿Por qué se había ido? ¡¿Qué importaba eso ahora, diez años después?! Allí estaba ella, en las Tullerías, en el último año de reinado de Luis XVIII, con su marido, el conde de Nyitra.
Pero con el tiempo volvieron a desaparecer.
Mi Marius seguía igual. Seguía teniendo los mismos ojos, la misma mirada, la misma sonrisa. Germaine, en cambio, había cambiado, las arrugas se concentraron en torno a sus ojos y sus labios, antaño tan tiernos y jóvenes; las canas blanquearon su cabello tan rojo, y las manchas aparecieron en sus blancas manos. Las enfermedades comenzaron a acosarla. La debilidad no le permitía seguir despierta todas las noches. Y entonces le pidió a su amado que se fuera, no por esa noche, sino para siempre.
Mi hijo era tan joven, y ella, una anciana. Ya no era la misma Germaine de cuerpo ágil y menudo, ya no tenía aquellos rizos rojos ni aquellos hermosos ojos verdes de los que mi hijo se había enamorado, en su lugar sólo estaba la mirada de la muerte, de la verdadera muerte.
Y Marius se fue pese a sus súplicas, pese a las lágrimas de sal de Germaine y a las suyas de sangre. Se fue. Dijo a Germaine, y posteriormente a mí, que se enterraría.
Germaine escuchó su voz y tembló ante ella hasta el último día de su vida. Tuvo muy vivo el recuerdo de su sonrisa, de sus ojos y de sus labios; de sus besos como fríos torbellinos que le robaban hasta el último aliento; de su piel que la envolvía con una monstruosa pasión que nada tiene que ver con el amor humano sino con la carne humana. Su amor y sus placeres estaban más allá del bien y del mal. No podríais entenderlo, teniente, tendríais que haberlos visto juntos…
Germaine murió una noche de abril, no tuvo miedo a la muerte. Tuvo miedo a no volver a sentir las manos de su amado nunca más sobre su cuerpo, tuvo miedo a no sentir sus fríos labios sobre los suyos. Tuvo miedo a dejarlo para siempre en este mundo, condenado a vagar entre las sombras por la eternidad.
No sé si mañana, el mes próximo, o el siglo siguiente, mi hijo logre arrebatar el aliento a alguien más. De lo que sí estoy segura, es que nadie se lo arrebatará a él como logró hacerlo ella.
Germaine Ducham-Villon murió y la enterraron para siempre. Una parte de mi Marius murió con ella, y él se enterró, pero despertará.”
La mujer calla. La madrugada está ya muy avanzada. El teniente se remueve en su asiento y el otro hombre cambia el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
–Entonces, señora –dice el teniente acto seguido–, ¿dónde está su hijo ahora?
–Mi hijo, teniente, como veis, no sé dónde esté. Eso fue lo último que supe de él. Y yo en verdad tengo que irme antes de que amanezca.
–Me temo que eso será imposible, señora. Tiene usted que confesar ante las personas pertinentes y revelarnos el paradero de su hijo, y aún así, no creo que salga de aquí.
La mujer alza una ceja, y su voz, cual si fuese un estruendo del otro mundo, resuena en la estancia:
–¡Confieso, teniente, que secuestré y asesiné a poco más de seiscientas jovencitas, preferentemente vírgenes, para bañarme en su sangre y alimentarme con ella! ¡¿Qué más queréis?! ¡¿Detalles, teniente, queréis detalles?! ¡Bien! Las llevaba, mediante engaños, a Csejthe. Una vez allí, y una vez maniatadas, las flagelaba hasta que la piel de sus jóvenes cuerpos se desgarraba; les pegaba atizadores enrojecidos al fuego en sus pieles, les cortaba los dedos, les arrancaba la piel de los lugares más sensibles con tijeras de plata, y si sus gritos me fatigaban, les cosía la boca. Los muros, los techos y mis vestidos blancos terminaban teñidos del rojo de su sangre. ¿Suficiente, teniente? ¿O queréis más detalles?
El teniente, cubierto por una fina película de sudor, se pone de pie y, con la voz trémula, lo que dice:
–Suficiente, señora. Tenemos más información de la que nuestra institución ha recogido en años. Ahora sólo nos falta cazar a su hijo… Marius Niculae…
Acto seguido se dirige a la puerta, está pronto a abrirla cuando la mujer, en una fracción de segundo, se ha interpuesto entre él y la puerta.
–No iréis a dejarme aquí, teniente… –dice con una voz y una mirada que se antojan sumamente dulces.
–Me temo que sí, señora –contesta el teniente con todo el aplomo que le es posible.
Entonces la mujer sonríe mostrando sus blancos y afilados caninos, rompe las esposas que le rodean las muñecas. El otro hombre se sobresalta y corre a auxiliar a su superior, pero la mujer lo detiene por el cuello; el hombre no logra comprender cómo lo hace, si está a dos metros lejos de él, pero una fuerza invisible le oprime el cuello y lo imposibilita. Mientras, la mujer, con su mano izquierda estirada hacia atrás ocupándose del importuno, muerde el cuello al teniente y le desgarra la piel. Su vestido blanco vuelve a ser rojo, como cientos de años atrás.
–Os dije que en la madrugada sería libre de nuevo –dice la mujer con la boca cubierta de sangre mientras el cuerpo del teniente yace desangrado en el piso.
Una vez muerto el teniente, la mujer se ocupa del otro hombre, lo levanta con una fuerza sobrenatural y lo sienta en la silla que ha sido ocupada por el teniente durante toda la noche.
–Entregaréis este informe a las personas pertinentes –dice mientras le asesta un golpe en el rostro para que reaccione–. ¡Apuntad! –ordena.
El hombre, con el poco aliento que le queda, obedece las órdenes de la mujer.
–Poned la fecha en el informe… eso es, muy bien. Que no haya duda que después de cuatrocientos años la condesa de Nyitra y su hijo siguen reinando sobre esta tierra. Y mi nombre… escribid mi nombre bien claro… ¡con “z”, idiota! Eso es… Dejadme ver.
Entonces la mujer arrebata los papeles al hombre y lee con satisfacción las últimas dos palabras que paralizarán al mundo tan pronto se den a conocer: “Erzèbeth Bathory”.
Fin
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