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Del fin del mundo

Del fin del mundo nunca tuve miedo. Por el contrario, lo anticipé hace muchos años.  No hacen falta tres ojos para observar la catástrofe hacia la que sola, como especie, la humanidad se precipita: rostros cubiertos que develan el desastre –¿o la vergüenza?–, y nuestra Madre Tierra se defiende de sus hijos que la hieren. 

El fin del mundo ya empezó. No es otra cosa que el matricidio que estamos perpetrando.  No en un día en específico todo se oscurecerá. No. Estamos condenados a un proceso lento que hemos construido a fuerza de deseos siempre insatisfechos. Ego herido, tú empuñaste el arma con la que buscaste someter a la bestia a la que creíste tu inferior, incapaz de entender que el león es tu igual, que el árbol es tu igual, que la hormiga es tu igual, que tu enemigo es tu igual.

¿No el cuerpo ya advierte el fin del mundo? Está enfermo, encorvado, está dormido. Pero alguna vez fue divino; vehículo portentoso de las alas más sagradas, hoy yaces opaco frente a una pantalla que te impide ver. Levántate. Desconéctate. Despierta.

La muerte es tu destino inevitable. Pero la rueda no tiene principio ni fin, y una nueva vida ha de renacer como el sol cada mañana sobre el mar. Esa vida, sin embargo, es consecuencia de la anterior, ¿es, entonces, el fin del mundo el destino inevitable? 

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