Las generaciones más jóvenes como los Z y los centennial empiezan a inclinarse por tendencias conservadoras y, por lo tanto, intolerantes.
Hay varios estudios que muestran que estas generaciones son dos generaciones en una: mientras que las mujeres suelen ser más progresistas, los hombres son más conservadores; mientras que las mujeres votan partidos de izquierda, los hombres votan partidos de derecha. Incluso, los hombres de la Gen Z, específicamente, creen que hemos ido muy lejos en la promoción de la igualdad, tanto, que ahora estamos discriminando a los hombres.
En fin, aunque se habla de que las mujeres somos más progresistas, cuando me detengo a observar mi alrededor me pregunto si esto es verdad. Digo, mi burbuja no debe ser para nada muestreo social, pero sí que llama mi atención.
La lucha, por ejemplo, por la igualdad salarial obedece, claro, a un derecho, pero nace de la necesidad que tenemos las mujeres de ejercer un poder de decisión verdaderamente autónomo. Pero el trabajo también implica una manera de desarrollar nuestra creatividad, nuestros talentos, consolidar nuestros propios negocios y participar de la economía (nos guste o no el sistema económico). Y, sin embargo, sigo escuchando cosas como “ya me quiero casar para no tener que trabajar” o “quiero encontrar un sugar daddy para ya no trabajar”. Entonces, si hay mujeres que trabajan por necesidad, por gusto o por ambas, ¿también habrá mujeres que sólo trabajan porque el feminismo las obligó?
Recientememente tuve un resfriado severo que me olbigó a estar en cama por tres días, durante los cuales vi algunos capítulos de Sex and the City. Quería ver algo fácil, que no me implicara pensar demasiado y que me distrajera del ardor de nariz. Y si bien la serie muestra, sin duda, pasos importantes para las mujeres como la libertad sexual y económica de las protagonistas, también cae en la búsqueda del diamante de compromiso y el matrimonio subsecuente. Tradición que no parece que hayamos superado ni mi generación, la milennial, pero tampoco la Gen Z ni los centennial. Basta echarse un clavado al feed de Instagram para darnos cuenta del protagonismo que aún se da a este tipo de experiencias.
No me malentiendan, cada quien es libre de llevar a cabo las tradiciones que quiera en su vida y en sus relaciones, pero qué pasa cuando no hay coherencia entre nuestro discurso y nuestras acciones. Si por un lado cuestionamos las instituciones opresivas del patriarcado, pero por otro las perpetuamos en nuestras vidas personales, ¿podremos realmente avanzar? ¿O es que los finales felices de Disney que tanto criticamos penetraron tanto en nosotras que ya ni nos damos cuenta que somos cómplices?
Sin duda el anillo de compromiso y el vestido blanco es el menor de nuestros problemas. Transitamos hacia sociedades intolerantes en donde las ideas de la extrema derecha empiezan a ser bien vistas y ante las que tenemos que tener los ojos bien abiertos, porque en una de esas, también somos cómplices sin darnos cuenta.
La intolerancia contra las diversidades sexuales, la lucha contra los migrantes, el retroceso en los derechos de las mujeres, la supremacía blanca, se han instalado en Washington de mano de los dueños de las comunicaciones, quizá el bombardeo de los discursos de odio en las pantallas ya se refleja en las generaciones jóvenes y su conservadurismo intolerante. Pero cuidado, porque en la izquierda y los progresismos también hay incoherencias e intolerancia.
Entonces, ¿qué podemos hacer? En yoga existen principios éticos que pueden darnos algo de luz.
Satya se puede traducir como “no mentir”, pero también se refiere al fruto que nace de las acciones que llevamos a cabo. Patanjali, el padre del yoga, lo describe como “La correcta comunicación a través de lo que decimos, lo que ecribimos, nuestros gestos y nuestras acciones”. Este principio se parece mucho a Arjava, que se traduce como “sinceridad” o “no hipocresía”, y habla de la armonía entre las palabras, los actos y los pensamientos.
Vrata, por su parte, es la práctica interna y sincera de los votos sagrados que hacemos; en Occidente nos puede inspirar como la importancia de cumplir con la propia palabra: ser coherentes entre lo que decimos y lo que hacemos, más si somos responsables de alguna plataforma de comunicación. Y créanme que ahora lo somos todos a través de nuestras redes sociales. No importa si nos siguen miles, cientos o decenas, hay que ser responsables con lo que decimos y mostramos de nuestras vidas privadas.
Y finalmente Mati, que va desde la contemplación interna y nuestra inteligneca espiritual, hasta la conciliación de contrarios. Y es que el yoga nos invita a reflexionar, a examinarnos detenidamente y esto es lo que hace que finalmente nos demos cuenta de esos contrarios, esas incoherencias que todxs experimentamos. Practicar mati se refiere a reflexionar sobre nosotrxs mismxs, observar nuestro comportamiento, los patrones de nuestra mente y nuestros hábitos. Es así que Mati desarrolla inteligencia espiritual y ejercita nuestra intuición, es el despertar del tercer ojo: ver con el corazón para así lograr ver a través de la ilusión. Y es hasta entones que nos daremos cuenta que tenemos dos opciones: o continuar con nuestros viejos hábitos, o tener la valentía de transformarnos. Esto es, al final, el verdadero yoga, no nada más las asanas o posturas.
Son tiempos complicados y es tarea de todos no esparcir discursos de odio y mantener coherencia entre lo que decimos y hacemos. Estoy convencida de que esta es la manera de resistir para finalmente transitar hacia sociedades más compasivas.
Pero esta es solo mi opinión personal y no es importante.
Imagen: Adobe Express