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La vida minimalista

Hace algunos años el minimalismo llegó a mi vida, sí, en un documental: Minimalism. Desde el primer momento la idea fue atractiva, y cuando comencé a ponerla en práctica, mi vida se desvió hacia un camino fascinante.

No solamente se trata de tener poco, sino de cargar poco. El minimalismo es material, pero también mental. Se trata de deshacerte de cosas que no usas, pero también de ideas que no te sirven. 

Las primeras veces saqué ropa y zapatos. Después regalé lámparas, una alfombra, cuadros, cojines, utensilios de cocina y hasta muebles. A estas alturas, he regalado toda la ropa que no usaba y todos mis zapatos también –me quedé apenas con un par–. Me deshice del exceso de bolsos, lentes y accesorios. Solía usar espumas, cremas especializadas, aguas micelares, tónicos y un largo etcétera; ahora sólo uso crema hidratante y bloqueador solar. De una cajota de cosméticos, me he quedado sólo con una bolsita. Y todo planeo reducirlo aún más. Pero es un proceso.

El minimalismo, inevitablemente, lleva al autoconocimiento: ¿por qué quiero más? ¿En qué pongo mi valor?

La insatisfactoriedad sale a flote: ¿por qué nada me es suficiente? 

El minimalismo es dejar ir. Y dejar ir partes de uno mismo también. Dejar ir pasados dolorosos, vergüenzas y culpas. Ideas. Expectativas. Personas. 

Todo duele. Es la conciencia.

El minimalismo es transgresión: ¿por qué hemos de vestirnos como alguien más dicta? ¿Por qué he de tener lo que todos tienen?

Ahora viajo más ligera. 

Ya no pierdo mi tiempo en los centros comerciales.

No gasto mi dinero en cosas que no necesito.

Contamino menos. Ya no quiero ser parte de la industria textilera esa esclavizadora. 

Las marcas, lo que está de moda, el pantone del año, todo eso quedó atrás. ¡Transitemos, espíritu, hacia la vida media!

El minimalismo es una forma de trascender el samsara.  

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