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La sombra

“No hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo…” rezan unos versos de Alejandra Pizarnik que, cuando leí, no pude menos que sentirme identificada.

Durante muchos años, yo jugué al espectro, uno contra el que la protagonista de mi novela habría de enfrentarse. Claro, Mäywen, es un hada, vuela, mueve el aire y me la imagino hasta musculosa; yo, en cambio, peso 47 kg y tengo ansiedad. Así que fácilmente hace un año ese espectro se apoderó de mí.

¡¿Quién es ese monstruo horrible en la mente?!

Todas las tensiones, todas las dolencias del cuerpo vienen de allí. Es un dolor no sanado, según Carl Jung, y le llamó: la sombra. 

Aparentemente, los despertares espirituales y las sanaciones en general implican enfrentarnos a la sombra. Y entonces hay que viajar a los recovecos de la mente, porque allí se esconde, en lo más profundo, en lo más olvidado. 

La sombra, según la teoría jungiana, es todo aquello que nos avergüenza de nosotros mismos y ocultamos de la sociedad. La sombra la empezamos a cargar en la infancia; todas las prohibiciones, los miedos y los prejuicios de los adultos minan el amor por nosotros mismos y empezamos a avergonzarnos de aspectos que reprimimos. Ésos que se convierten en sombras. 

“Con tu sombra puedes hablar en las meditaciones. Está allí para ser escuchada”, me dijo una maestra. “Las sombras son grandes maestras”, me dijo otra maestra. 

“Junto contigo yo he aspirado a todo lo prohibido, a todo lo peor y más lejano; y si me queda alguna virtud, no es otra que el no haberme asustado ante ninguna prohibición.” le dice su sombra a Zaratustra. Pero esta sombra, como todas, después suplica: “Tú bien sabes, Zaratustra, que la búsqueda del hogar es lo que me devora, y ha sido mi aflicción más grande. ¿Dónde se encuentra mi hogar? Yo lo busco intensamente y pregunto por él en todos lados, pero no acabo de encontrarlo”.

Así habló Zaratustra, Nietszche

La sombra quiere que la traigas a la luz, quiere un hogar. Aish…

Imagen de Free-Photos en Pixabay

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