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La conciencia

La conciencia es la EXPERIENCIA del alma. No es el alma en sí –pedazo divino del que estamos hechos–, es el recuerdo de dónde venimos. 

No es la mente tampoco, porque la mente son nuestros pensamientos y los pensamientos, dicen, son una ilusión. La conciencia, en cambio, accede a la verdad primera, sin velos, sin ilusiones. A la realidad tal y como es. 

      A la eternidad. 

      A lo divino.

      A Dios. 

La conciencia sí es, sin embargo, una facultad de la mente.

No es la energía de nuestro cuerpo, pero sí la EXPERIENCIA de la energía propia y de la del otro, la de la tierra y la de las estrellas. 

Según el budismo, la conciencia es atención plena, es estar integrados. Mucho escuché decir a una maestra mía que decía que sufrimos porque estamos DESINTEGRADOS; por eso, afirmaba, vivimos distraídos, o en el pasado o el futuro, pero nunca aquí y ahora. La conciencia, en cambio, nos permite la conexión del cuerpo con la mente, y con el alma y las energías, y con las emociones y los dolores también. Es integración con el todo y no nada más en un sentido místico, sino empático: es el reconocimiento del otro, el entendimiento de que todos somos uno. Es el amor universal. Por eso la conciencia es EXPERIENCIA.

La conciencia despierta meditando y comprometiéndonos a tener atención plena en lo que hacemos todos los días: qué le voy a hacer a mi cuerpo durante el día, cómo lo trato, qué como, por qué tomo, cuánto tomo; cómo trato a los otros; qué cosas me digo y cómo me las digo, para qué me las digo; qué les digo a los demás y cómo lo voy a decir. 

Que permanezcamos callados, dice el Buda, y que, si hemos de hablar, sólo sea con propósitos espirituales. 

Gracias por haber llegado hasta aquí. Mi alma los saluda.

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