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Evolucionar o morir

¿Se acuerdan del comunicado al Parlamento Europeo que el gobierno mexicano publicó en marzo? ¿El de los “borregos”?

Esta reflexión la hice desde entonces; este texto, incluso, lo escribí desde entonces. Pero por esos días yo misma entré en un período al que también recordaré como el título de este post: o evolucionaba o moría. Quizá literalmente. Me embarqué en una serie de cambios radicales en mi vida que, entre otras cosas, me implicó detener mi escritura y detenerlo casi todo para prestar atención a mi salud física, mental y emocional. 

En fin, el comunicado aquel me recordó a un soneto que Cervantes escribió harto del dispendio de la Corona española mientras el pueblo se hundía en la miseria. Se atrevió a criticar al poder, usó un nuevo lenguaje, más coloquial; y por si fuera poco, le puso estrambote al dicho soneto. Claro que para las élites resultó un escándalo, pues atentaba contra las buenas formas en todos los sentidos: en el lenguaje mismo y en lo que se puede decir y lo que no. Pero Cervantes es el clásico de clásicos precisamente por su revolución literaria y lingüística. 

Resulta que al morir el rey Felipe II (1589) escribió el citado soneto, el cual verdaderamente representa un parteaguas para su producción literaria y, sin atreverme a exagerar, para la lengua española. 

Para estos años, Cervantes es ya un hombre maduro y viene de una vida entregada a la gloria del imperio español: en su juventud fue soldado y posteriormente trabajó como recaudador de impuestos para sostener a la así llamada Armada Invencible que se embarcó contra la Inglaterra de Isabel I. Hasta entonces, en sus escritos hay dejos de patriotismo y una creencia verdadera en el poder ecuménico y hegemónico de España. Sin embargo, la vida le va mostrando el desengaño: entre otras cosas, la Armada Invencible es vencida.

España está sumida en la pobreza por mantener las guerras y, sin embargo, para las exequias de Felipe II, Cervantes es testigo del gasto que se hace en Sevilla para exhibir el túmulo más fastuoso de todo el reino. Se levantó en 52 días y, ante la absurda espera y el abierto dispendio, Cervantes empieza a sentir una suerte de ofensa –recordemos que ha visto la pobreza del pueblo y ha tenido, aun así, que requisar trigo de todos lados para la guerra contra Isabel I; por cierto que, cuando requisa el trigo de una Iglesia, lo mandan excomulgar, porque claro, que el pueblo pague impuestos, pero la Iglesia, no–. Su relación con el rey, con la Corona y lo que éstos representan ya no será la misma. Prueba de ello, el ya mencionado soneto que escribe para la ocasión. Fue leído un día antes de las exequias (29 de diciembre, 1598) y a algunos lectores se les ocurrió hacer copias, es así que ha llegado hasta nuestros días, porque el tono es de una burla tal, que no fue compilado en los poemas que Francisco Jerónimo Collado vertió en su Libro de la planta, traza, gastos y lo demás que la ciudad hizo en esta máquina. Pese a ello, la gente lo leyó y lo aplaudió y lo replicó, muy seguramente porque le resonó. 

Es una voz nueva. Empieza con el afamado verso “Voto a Dios, que me espanta esta grandeza”, y no hace falta explicarlo, el autor es puntual en su espanto; la expresión “Voto a Dios”, además, es un coloquialismo que sorprende en la poesía de la época, pues es casi como un “¡Vaya!”, un “¡Caramba!”, un “¡Ah, caray!”. Tiene un tono crítico, cuando nadie o pocos se atrevían a cuestionar al poder: “cada pieza / vale más de un millón, y que es mancilla / que esto no dure un siglo”. Aquí hay burla, hay ironía y hay una sutileza filosófica que empezará a circular en el espíritu de la época: la percepción de la fugacidad de la vida, de la gloria y, sobre todo, de lo material, “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Ante la fastuosidad y el dispendio, el desengaño: al final no queda nada. 

Cervantes alcanzó a ver los nuevos tiempos. Por eso este soneto dice lo que dice. Y por eso, años más tarde, el Quijote(1605) suena como suena, ya no es la misma literatura, ya no son las mismas formas, ni los mismos personajes, ni las mismas voces. El Quijote es absolutamente moderno en su lingüística y en su estructura, porque su autor ya vio que aquello que se viene escribiendo pertenece al pasado: los mismos temas y viejas estructuras. 

La gente recibió al Quijote como replicó el famoso soneto, y se convirtió en poco tiempo en lo que hoy llamaríamos un best seller. Sin embargo, no sucedería así con las élites y las academias, pasmadas ante el desorden y el sinsentido de las aventuras de Don Quijote y Sancho Panza.

Si Cervantes no hubiera percibido el cambio de época, probablemente no habría alcanzado a ver las infinitas posibilidades de una literatura elástica, sin las reglas que exigían los modelos clásicos, como ceñidos por un corsé –o por tacones–.

En el lenguaje y en sus formas están las simientes de las transformaciones. Un ejemplo contemporáneo, es el lenguaje incluyente, el cual refleja una nueva realidad y un nuevo entendimiento de los géneros en el ser humano, es un paso más allá de la heteronorma; habrá a quien no le guste, habrá quien no lo use, pero las sociedades caminan y quien elija quedarse quieto, se quedará en el mismo lugar y se quedará, muy seguramente, en el pasado.

El lenguaje está en constante cambio y es, de hecho, desde allí que las sociedades se transforman, porque la relación con la realidad se construye desde el lenguaje y, más atinadamente, desde la lengua.

Entones, volvamos al –quizá un poco olvidado– comunicado: contenía contundencias como “Basta de corrupción, de mentiras y de hipocresías”, o el muy rotundo “no olviden que ya no somos colonia de nadie. México es un país libre, independiente y soberano. Evolucionen, dejen atrás su manía injerencista […]”. Aunque lo que más llamó la atención, fue la ya citada expresión de “borregos”. 

Como el soneto de Cervantes, el comunicado despertó reacciones a favor y en contra: las posturas a favor aplaudieron la reafirmación de México como un país soberano; las críticas versaron en torno a las formas y las buenas maneras.

Pese a todo, más allá de las etiquetas, de las críticas y los aplausos, lo que verdaderamente quiero resaltar es que México –y el mundo– atraviesa un cambio de época que implica una transformación en muchos sentidos, desde lo individual hasta lo social, pasando, obviamente, por el lenguaje y sus formas.

Que al ser humano incomodan los cambios es de todos conocido: ante las transformaciones internas, el ego se resiste –¡vaya si lo he sentido estos meses!–; ante las transformaciones sociales, son las élites las que se resisten, no quieren perder sus privilegios; pero las ideas conservadoras, instaladas en el imaginario colectivo, también forjan resistencias.

En el caso del comunicado estamos ante ambos fenómenos: por un lado, los eurodiputados representan intereses de empresas transnacionales –que ejercen privilegios fiscales y ecocidas en México–; y por otro, un sector de la sociedad mexicana que no está lista para abrazar los cambios. Y es esto último lo que más llama mi atención, porque que una transnacional no quiera perder territorio, recursos y dinero, lo puedo entender, pero que como individuos nos anclemos al pasado nada más por costumbre, no lo comprendo. 

Lo anterior no es un atrevimiento mío de comparar el comunicado del gobierno mexicano con Cervantes, ¡voto a Dios, no!, sino una invitación a reconocer una nueva época, una nueva forma de entendernos en el espectro geopolítico, una nueva manera de concebirnos como nación, una nueva comunicación que no requiere etiquetas, “buena” o “mala”, “correcta” o “incorrecta”, simplemente pertenece a un momentum

Ojalá como sociedad, en vez de pensar que tenemos que tomar partido, observemos con conciencia las implicaciones lingüísticas, históricas y sociales de documentos como estos: de dónde venimos y, sobre todo, hacia dónde vamos. Y evolucionemos.

Aquí el soneto de Cervantes:

¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta braveza?

¡Por Jesucristo Vivo! Cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh, gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!

Apostaré que la ánima del muerto
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente.

Esto oyó un valentón y dijo: “Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario, miente”.

Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Imagen de Pexels en Pixabay

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