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Los tres ojos de Alicia

En este mundo hay gente luminosa, de energía blanca y brillante, con la mente flexible y los ojos bien abiertos. En este mundo también hay gente más negra que blanca, más opaca que brillante. Y también hay gente como Alicia: nació con tres ojos, aunque la mayor parte de su vida sólo usó los dos del cuerpo. No fue sino hasta que se mudó a G*, que recordó que tenía un ojo de más, pero lo que parecía una bendición olvidada, rápidamente se convirtió en una maldición. Fue en ese tiempo cuando se quedó ciega. Según recuerdo, los hechos ocurrieron más o menos así:

Alicia se mudó a G* por cuestiones trabajo. No había nada más que hacer. Era una ciudad tediosa y monótona. Y antigua, muy antigua. 

Todo empezó un sábado de octubre, cuando ayudaba a su amiga F* a empacar pues se mudaría de ciudad. La noche estaba muy avanzada cuando F* dejó sola a Alicia mientras iba a la cocina por otra botella de vino. Un viento gélido sopló y se coló por la ventana del cuarto, Alicia volteó su mirada hacia allí y vio a una niña pequeña parada en el balcón: llevaba un vestido negro y, en la cabeza, una cofia blanca. El frío gélido se coló hasta el espinazo de Alicia, erizándole la piel.  Cuando F* volvió de la cocina, Alicia inmediatamente confesó:

–Hay una niña en tu ventana… 

–Como del siglo XVIII, ¿no? –dijo F* tranquilamente. Alicia asintió sorprendida.

–No te preocupes… Siempre está ahí, pero no hace daño.

F* era uno de esos seres muy luminosos, así que Alicia no dijo más y continuaron empacando hasta la madrugada. 

Pero sucedió que días después, estando en su casa, Alicia sintió otra vez ese mismo frío gélido: provenía de la cocina. Caminó hacia allí, tiritando; de su boca salía vaho. Tan pronto intuyó lo que venía, se salió al parque. No tardó en mudarse con una amiga del trabajo, pero allí, en esa casa, todo empeoró. 

Una noche, mientras cenaba con unos amigos, vio a un niño sentado en las escaleras que subían de la sala a las recámaras. Vestía shorts color caqui y una playera a rayas. Nadie más se percató de él. Alicia lo miró. Él la miró. Se ignoraron.

Y sucedió otro día que un chico con ropas de manta decidió seguirla. La siguió al trabajo, al restaurante donde comió, incluso a la cita a ciegas que tuvo por la noche. Cuando el fulano de la cita se quejó del mucho frío que hacía, Alicia le confesó lo que veía. El chico con ropas de manta, al saberse descubierto, se esfumó. Y el fulano también. 

¿Qué eran? ¿Almas? ¿Energía? ¿Fantasmas? Y, ¿qué es lo que buscaban? ¿O era acaso sólo locura? No. Los productos de la mente no se ven así. El miedo se instala como una angustia que oprime el pecho, pero nunca nada sucede, en cambio, cuando uno está frente a un alma perdida, no hay síntoma alguno en el cuerpo, simplemente aparecen y ya. No importa si son almas buenas o malas. A las últimas hay que temerles.

Una noche de noviembre, mientras Alicia se cepillaba los dientes, un viento helado sopló en su oído. Corrió a la sala, donde su amiga veía la tele. Se miraron, pero nadie dijo nada. Alicia fingió, para no parecer loca. Volvió al baño.

Días después, los hechos se repitieron. Esta vez una voz de hombre le susurró al oído: “¡Oye!” Y entonces pudo verlo: era un hombre mayor con un sombrero de paja. Alicia corrió a la sala con la respiración entrecortada. Perdió el color. Tuvo que contarle a su amiga lo sucedido. Decidieron entonces llamar a alguien para que “limpiara” la casa.

Un señor llegó al otro día. Alicia nunca lo vio, ella estaba en el trabajo y fue su amiga quien lo recibió. Que trabajó toda la mañana, contó la amiga, que lo que fuera que habitaba allí, ya se había ido. Había ramas esparcidas por toda la casa, y un clavel rojo y uno blanco en cada habitación. Pero las cosas no mejoraron. 

Una noche, cuando Alicia volvía del trabajo, unos gatos la abordaron en la entrada de la casa; cada uno llevaba un cascabel colgando del cuello. Alicia metió la llave en el picaporte y, en cuanto abrió la puerta, los gatos se colaron en la sala y miraron a Alicia incitándola a que los siguiera. Caminaron escaleras arriba y no se detuvieron sino hasta el rellano de la terraza. Alicia se paralizó, algo no estaba bien: hacía mucho frío y salía vaho de su boca. Ya Alicia sabía que a los sitios fríos y oscuros era mejor no acercarse.       

–¿Qué hay aquí? –preguntó trémula y, acto seguido, los gatos saltaron sobre ella. Con su maullido siniestro, bajaron las escaleras y abandonaron la casa.

¿Son, los gatos, animales que se atreven a ver con tres ojos? ¿Son capaces de ver otros mundos y ver también en éste? 

Alicia finalmente supo que allí, en el rellano de las escaleras, muchas almas perdidas se asentaban. Se convenció de que la supuesta limpia no había sido más que una farsa y quiso cerrar los ojos, los tres. Trató de ignorar lo que vivía en esa casa, pero los gatos la abordaban cada que salía; el solo sonido de sus cascabeles la angustiaba. 

Tan pronto llegó el fin de semana, Alicia empacó ropa y se fue a quedar a casa de una amiga. Pero el domingo inevitablemente tuvo que volver.

Dejó su maleta en su habitación y se metió a bañar. El sol rojizo del atardecer se colaba en la ventana del baño. Mientras el agua caía sobre su cuerpo, sintió que alguien la observaba. Corrió la cortina del baño. Nadie. Salió del baño envuelta en una toalla y se metió en su habitación. Cuando se miró en el espejo para cepillarse el pelo, vio en el reflejo al señor con el sombrero de paja. Giró la cabeza, pero no había nadie detrás de ella y, no obstante, allí estaba.

–¡Fuera, fuera de aquí! –gritó desesperada–. ¡Ya basta! ¡No te quiero en esta casa! ¡No me interesa qué haces aquí ni lo que quieres de mí! ¡Fuera de aquí!

Salió de la habitación y subió las escaleras rumbo a la terraza. Se quedó en el rellano gritando y llorando.

–¡No pueden estar aquí! ¡Váyanse, malditos sean! –Y abrió la puerta de la terraza–. ¡Esta es una casa de luz! ¡No pueden estar aquí!

Alicia no estaba segura de lo que decía, pero tenía que creer en sus palabras si quería que esos seres oscuros se alejaran. 

Mientras los corría a gritos, sintió que el aire gélido que tanto la perseguía atravesaba su cuerpo, pero no por fuera, como cuando una ventisca despeina el pelo, no, la atravesó por dentro. Y todo aquello tuvo la osadía de asirse a su brazo derecho.  

–¡Suéltenme! –gritó desesperada cuando sintió fríos dedos sobre su piel.

La dejaron ir, pero de alguna manera la arañaron. Alicia sintió el ardor y vio aparecer en su piel cuatro líneas rojizas. Algo partió, pero en esa casa, en el rellano de las escaleras, se quedaron muchas cosas más.

Exhausta, Alicia se refugió en su habitación hasta que llegó su amiga y le contó lo sucedido. 

–Alicia… –sugirió la amiga–: ¿No te habrás rasguñado tú misma… sin querer?

A los pocos días, Alicia se mudó. Su amiga era un ser terrenal, corporal y ordinario, pero oscuro, y a su alrededor se erguían sombras infinitas que atrajeron todo tipo de cosas negativas… Almas malas, muy malas, que quién sabe qué es lo que buscan en esta tierra.

“Si esto es un don, pensó Alicia, prefiero no tenerlo”. Y al poco tiempo una ceguera inexplicable la invadió. No hubo doctor que entendiera lo que tenía. 

El mundo está lleno de almas errantes que no encuentran su camino, pero debemos aprender a ignorarlas. No son de este mundo. Los sitios fríos y oscuros, donde se asientan, existen en todas partes, pero más vale pasar de largo, agachando la mirada, porque cuando saben que las puedes ver, se acercan y se asen a uno.

Los ojos sirven para ver luces, colores y hasta hadas, son una gracia divina que recuerdan nuestro eterno devenir; pero inevitablemente también ven la oscuridad y a los seres que se han quedado anclados en crueles espirales en el mundo terrenal, incapaces de partir. Otras tantas, los ojos no ven más allá de lo evidente, y es este, justamente, el estado ideal del ser humano.

Muchas veces Alicia se preguntó qué es lo que sucedió en G*, por qué se quedaron allí tantas almas, sufriendo tanto. Pero en este mundo hay cosas que es mejor no preguntarse. Hay puertas que es mejor nunca abrir. Y hay ojos que es mejor mantener cerrados y, si no se puede, entonces hay que apretar los párpados y fingir.

Image by Pete Linforth from Pixabay

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